Mi biblioteca es un ecosistema. Y la parte donde están los libros pendientes de leer es la selva. Cuando yo me voy (como los juguetes en «Toy Story») mis libros cobran vida: se insultan, se increpan, presumen de ser el siguiente, mientras los libros de la zona civilizada, ordenados por orden cronológico, les miran de reojo.
Hay una balda donde están los libros que me voy a leer en cuanto tenga un momento, sí o sí, pero que, o porque son voluminosos, o porque ha pasado su momento de actualidad, he ido posponiendo. No sé si serán los libros para el verano. Allí está los últimos de Auster y de Almudena Grandes, está «El cuento de la criada» o el «Adiós muchachos» de Sergio Ramírez y también «Black out» de María Moreno, el último de Padura o «Homo deus». Si no los leo razonablemente pronto estos libros irán a la zona civilizada, cada uno en su país, por orden alfabético, esperando a mi jubilación o a una lotería.
Luego está la balda de los libros pendientes, donde es malo estar cuanto a la izquierda, porque los que van llegando los coloco a la derecha y el último sujeta a los demás. Hay guerra. Los cambio de sitio. Los priorizo. Cada vez que termino uno me voy a esa balda para elegir otro: y vuelvo a leer el argumento, hasta me leo las primeras frases, los huelo, los sopeso, miro cuántas páginas tiene y me pregunto qué me apetece. Y no es raro que me lleve cuatro o cinco a mi sillón de lectura y que no me decida por uno hasta que no haga unas catas. O que me lleve uno pero lo cambie. Ayer me pasó eso con Juanjo Millás: después de ser el elegido, de sacar la lengua a los demás mientras se venía conmigo, volvió a su sitio y me llevé el de Martínez de Pisón.
En esta balda hay cerca de treinta libros y todos quieren ser el primero. De derecha a izquierda, ahora mismo (todo puede cambiar en la selva de la novedad), está el último de Juan Tallón, que tiene un pintón y seiscientas páginas, está Soto Ivars, «El coleccionista» de Fowles, «Artífices de azar» de Yoav Blum, Millás, Volpi, Neuman y Daniel Ruiz y su «Maleza», están Hernán Zin, Vladimir Hernández, Kiko Amat, y David Monteagudo. Gumucio y Tom Perrotta marcan la frontera de la esperanza. Más allá empiezan a correr el riesgo de pasar a la balda de los «sí o sí pero ya veremos cuando» y de ahí a la civilización. Y os garantizo que hay algunas joyas.
Los libros de los autores que voy a entrevistar están a salvo en una balda separada. Ahora me esperan allí el «Amor fou» de Marta Sanz, que viene en dos semanas al programa y «Expediente Ananda» de Nacho López Llandres.
Y luego está la balda de los libros que leo poco a poco, por capítulos. Les tengo un cariño especial. Son unos cuantos libros que me llevo casi todas las noches conmigo y de los que me leo, cada noche, un capítulo. En esa balda está «Solenoide» (que me leo así por consejo de Eduardo Laporte), está «¿Qué estás mirando?» de Will Gompertz, esa maravilla editada por Taurus que me guía, con plano de Metro incluido, por el arte moderno. También hay dos libros pequeños, las «Meditaciones» de Marco Aurelio, editadas por Alianza (cada noche me leo una o dos), y «Escribir, tan solos» de Carlos Skliar, una maravillosa reflexión sobre la soledad de los escritores que intento disfrutar en pequeñas dosis. A esta balda se acaba de incorporar «El amor después del amor», un libro ilustrado, magnífico, editado por Bridge, que cuenta historias de grandes amores y desamores de artistas que provocaron creaciones geniales. Ayer me leí tres relatos, tres historias, entre ellas la de Onetti e Idea Vilariño, que me dejaron con ganas de volver. Y la estrella de esa balda es «Don Quijote de la Mancha» en la edición conmemorativa de Francisco Rico que editó Galaxia Gutemberg. Los años pares me leo el Quijote. Este año toca y ya voy por la Bodas de Camacho.
Cada noche intento avanzar un poco. Cada noche intento leer un poco de cada uno. Y les vuelvo a llevar a su balda. Ellos son más civilizados. Saben esperar.
Me falta tiempo.
A veces me sobra todo.